miércoles, 3 de octubre de 2007

La Caja


Arturo Uslar Pietri
(Venezuela)

Al salir del puerto, fue el escándalo.

Cuatro palabras duras, la cubierta sola bajo el bochorno del sol, y se le había ido encima con el cuchillo desnudo, hasta que cayó al suelo con la gran panza glotona borboteando sangre.

Al coger la escotilla tropezó a Cumaná: la cabeza chica entre los hombros recios y la pipa pisada con los dientes.

- ¿Pa onde vas, Felipe, tan de carrera?

- No, aquí mismo, hermano, ya... a... a... ¡a buscar el rancho!

- ¿El rancho a esta hora, Felipe?

No había podido decir otra cosa.

Entretanto, Cumaná había, salido sobre la escotilla, y al ras de la cubierta la vista se le mojó en la sangre fresca.

- Ven acá, Felipe, ¿qué es esto?

No hubo otro recurso sino decirlo todo. Lloró, gimió.

- Déjame ir. No lo digas.

-¿Qué vas a hacer? No pués echarte al mar.

El asesino se abismó en la pregunta.

- No. ¿Qué hago?

Entonces el bueno de Cumaná lo tomó por el brazo con fuerza. El trató de zafarse.

-¿Qué ... ?

No preguntes bobadas...

Llevaban ocho días de navegación. Ocho días en que la Eugenia había ido avanzando sobre el mar, azul como un pájaro.

Muy atrás, entre las olas, envuelto en una hamaca habían echado el cadáver. Lo lanzaron entre dos marinos, al caer, les salpicó el agua el rostro, se secaron con las mangas, como lo hacían después de comer.

A Felipe, el asesino, lo buscaron por toda la nave, hasta que, cansados, los hombres se agruparon en la borda a ver el agua ancha con curiosidad.

Cumaná sonreía recostado al trinquete.

Después se olvidaron, ¡había tanto que navegar...! Además, el mar es un profesor de indiferencia.

Pero aquel día se oscureció bastante el cielo, y el viento comenzó a silbar recio sobre el agua, y bajo su resbalón largo se levantaban las olas como azuzadas.

Empezó a cortinear la lluvia con gotas obesas.

La goleta iba cargada hasta los topes y en el vaivén del agua agitada su pesantez no le permitía defenderse.

Eran dos ritmos sin armonía posible: uno, violento, ágil; el otro cansado, muelle...

A los marinos se les cuajó la boca de maldiciones.

A ratos se alzaba la proa hasta sacar al aire la tabla de la quilla, luego se calaba hasta el bauprés, y entonces, por babor, entraba un gran golpe de mar que se desmenuzaba sobre la cubierta.

El agua se empinaba, se empinaba hasta tapar los palos, para barrer luego, como un atajo desbocado, sobre la obra muerta.

El timonel zarandeaba sobre la rueda como una banderola.

La situación se estaba poniendo desesperada.

Desde la popa, embocando las manos, el patrón gritó:

-¡Todos a echar carga al mar...!

Cumaná, recostado al palo mayor, miraba y sonreía.

Los hombres se precipitaron, con el agua, en la bodega.

Los fardos pasaban por las manos, como deslizados, hasta caer en el oleaje.

Dos marinos fuertes agarraron una caja. Sobre la tapa tenía una cruz de carbón.

-¡Ese no! - aulló Cumaná.

Era muy grande el estruendo para que se le oyese la voz.

Intentó moverse, llegar a ellos, decirles que no hicieran eso, pero una ola enorme lo obligó a agarrarse con más energía al palo.

Los ojos casi le saltaban afuera; vio cómo izaban el bulto, cómo llegaban dos hombres y tomándolo en sus brazos poderosos comenzaban a bambolearlo en el aire.

-¡Ese no!

Y, por último, vio cómo saltaba en el vacío y era tragado por la tiniebla rugidora...

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