martes, 30 de octubre de 2007

Axolotl




Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavorreal después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port-Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio, de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos y salí, incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Sainte-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardín des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto, porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares, y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una, situada a la derecha y algo separada de las otras, para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara. Un rostro inexpresivo, sin otro rasgo que los ojos, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente, carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y lo inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrecencia vegetal, las branquias, supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaces de evadirse de ese sopor mineral en que pasaban horas enteras. Sus ojos, sobre todo, me obsesionaban. Al lado de ellos, en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía, inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras; jamás se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojillos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos.» Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome, inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos; había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas, inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos, en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía más que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana, al inclinarme, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía muy de cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera, mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. E1 estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía –lo supe en el mismo momento– de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo, porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él –ah, sólo en cierto modo– y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

lunes, 29 de octubre de 2007

Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo

Gabriel García Márquez
(Colombia)

El invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las mujeres tuviéramos tiempo de encontrar el broche de las sombrillas, sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí: «Es viento de agua.» Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas.

Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegres de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora del almuerzo: «Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas.» Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra me dijo: «Eso lo oíste en el sermón.» Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.

Llovió durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes, cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y parda de mayo se había convertido durante la noche en una sustancia oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua comenzaba a correr por entre las macetas. «Creo que en toda la noche han tenido agua de sobra», dijo mi madrastra. Y yo advertí que había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se había transformado en una seriedad laxa y tediosa. «Creo que sí –dije–. Será mejor que los guajiros las pongan en el corredor mientras escampa.» Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía como un árbol inmenso sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo sitio en que estuvo la tarde del domingo, pero no habló de la lluvia. Dijo: «Debe ser que anoche dormí mal, porque me ha amanecido doliendo el espinazo.» Y estuvo allí, sentado contra el pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el jardín vacío. Sólo al atardecer, después que se negó a almorzar, dijo: «Es como si no fuera a escampar nunca.» Y yo me acordé de los meses de calor. Me acordé de agosto, de esas siestas largas y pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la hora, con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido insistente y sordo de la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas, las junturas de la madera ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo, vacío por primera vez, y el jazminero contra el muro, fiel al recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor, recostadas en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes, perdidos en el laberinto de la lluvia. Me acordé de las noches de agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido milenario que hace la Tierra girando en el eje oxidado y sin aceitar. Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora tristeza.

Llovió durante todo el lunes, como el domingo. Pero entonces parecía como si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo ocurría en mi corazón. Al atardecer dijo una voz junto a mi asiento: «Es aburridora esta lluvia.» Sin que me volviera a mirar, reconocí la voz de Martín. Sabía que él estaba hablando en el asiento del lado, con la misma expresión fría y pasmada que no había variado ni siquiera después de esa sombría madrugada de diciembre en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco meses desde entonces. Ahora yo iba a tener un hijo. Y Martín estaba allí, a mi lado, diciendo que le aburría la lluvia. «Aburridora no –dije–. Lo que me parece demasiado triste es el jardín vacío y esos pobres árboles que no pueden quitarse del patio.» Entonces me volví a mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era apenas una voz que me decía: «Por lo visto no piensa escampar nunca», y cuando miré hacia la voz sólo encontré la silla vacía.

El martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el barro y la cabeza doblegada. Durante la mañana los guajiros trataron de ahuyentarla con palos y ladrillos. Pero la vaca permaneció imperturbable en el jardín, dura, inviolable, todavía las pezuñas hundidas en el barro y la enorme cabeza humillada por la lluvia. Los guajiros la acosaron hasta cuando la paciente tolerancia de mi padre vino en defensa suya: «Déjenla tranquila –dijo–. Ella se irá como vino.»

Al atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortaja en el corazón. El fresco de la primera mañana empezó a convertirse en una humedad caliente y pastosa. La temperatura no era fría ni caliente; era una temperatura de escalofrío. Los pies sudaban dentro de los zapatos. No se sabía qué era más desagradable, sí la piel al descubierto o el contacto de la ropa en la piel. En la casa había cesado toda actividad. Nos sentamos en el corredor, pero ya no contemplábamos la lluvia como el primer día. Ya no la sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los árboles en la niebla, en un atardecer triste y desolado que dejaba en los labios el mismo sabor con que se despierta después de haber soñado con una persona desconocida. Yo sabía que era martes y me acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas ciegas que todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples, entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por encima de la lluvia ya oía la cancioncilla de las mellizas ciegas y las imaginaba en su casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la lluvia para salir a cantar. Aquel día no llegarían las mellizas de San Jerónimo, pensaba yo, ni la pordiosera estaría en el corredor después de la siesta, pidiendo, como todos los martes, la eterna ramita de toronjil.

Ese día perdimos el orden de las comidas. Mi madrastra sirvió a la hora de la siesta un plato de sopa simple y un pedazo de pan rancio. Pero en realidad no comíamos desde el atardecer del lunes y creo que desde entonces dejamos de pensar. Estábamos paralizados, narcotizados por la lluvia, entregados al derrumbamiento de la naturaleza en una actitud pacífica y resignada. Sólo la vaca se movió en la tarde. De pronto, un profundo rumor sacudió sus entrañas y las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza. Luego permaneció inmóvil durante media hora, como si ya estuviera muerta, pero no pudiera caer porque se lo impedía la costumbre de estar viva, el hábito de estar en una misma posición bajo la lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo. Entonces dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un último esfuerzo agónico las ancas brillantes y oscuras), hundió el babeante hocico en el lodazal y se rindió por fin al peso de su propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia de total derrumbamiento. «Hasta ahí llegó», dijo alguien a mis espaldas. Y yo me volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los martes que venía a través de la tormenta a pedir la ramita de toronjil.

Tal vez el miércoles me habría acostumbrado a ese ambiente sobrecogedor si al llegar a la sala no hubiera encontrado la mesa recostada contra la pared, los muebles amontonados encima de ella, y del otro lado, en un parapeto improvisado durante la noche, los baúles y las cajas con los utensilios domésticos. El espectáculo me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había sucedido durante la noche. La casa estaba en desorden; los guajiros sin camisa y descalzos, con los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los muebles al comedor. En la expresión de los hombres, en la misma diligencia con que trabajaban se advertía la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y humillante inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecundada por la repugnante flora de la humedad y las tinieblas. Yo estaba en la sala contemplando el desierto espectáculo de los muebles amontonados cuando oí la voz de mi madrastra en el cuarto advirtiéndome que podía contraer una pulmonía. Sólo entonces caí en la cuenta de que el agua me daba a los tobillos, de que la casa estaba inundada, cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta.

Al mediodía del miércoles no había acabado de amanecer. Y antes de las tres de la tarde la noche había entrado de lleno, anticipada y enfermiza, con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo de la lluvia en el patio. Fue un crepúsculo prematuro, suave y lúgubre, que creció en medio del silencio de los guajiros, que se acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos e impotentes ante el disturbio de la naturaleza. Entonces fue, cuando empezaron a llegar noticias de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente llegaban, precisas, individualizadas como conducidas por el barro líquido que corría por las calles y arrastraba objetos domésticos, cosas y cosas, destrozos de una remota catástrofe, escombros y animales muertos. Hechos ocurridos el domingo, cuando todavía la lluvia era el anuncio de una estación providencial, tardaron dos días en conocerse en la casa. Y el miércoles llegaron las noticias, como empujadas por el propio dinamismo interior de la tormenta. Se supo entonces que la iglesia estaba inundada y se esperaba su derrumbamiento. Alguien que no tenía por qué saberlo, dijo esa noche: «El tren no puede pasar el puente desde el lunes. Parece que el río se llevó los rieles.» Y se supo que una mujer enferma había desaparecido de su lecho y había sido encontrada esa tarde flotando en el patio.

Aterrorizada, poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las piernas encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de turbios presentimientos. Mi madrastra apareció en el vano de la puerta, con la lámpara en alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma familiar ante el cual yo no sentía sobresalto alguno porque yo misma participaba de su condición sobrenatural. Vino hasta donde yo estaba. Aún mantenía la cabeza erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en el agua del corredor. «Ahora tenemos que rezar», dijo. Y yo vi su rostro seco y agrietado, como si acabara de abandonar una sepultura o como si estuviera fabricada en una sustancia distinta de la humana. Estaba frente a mí, con el rosario en la mano, diciendo: «Ahora tenemos que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos muertos están flotando en el cementerio.»

Tal vez había dormido un poco esa noche cuando desperté sobresaltada por un olor agrio y penetrante como el de los cuerpos en descomposición. Sacudí con fuerza a Martín, que roncaba a mi lado. «¿No lo sientes?», le dije. Y él dijo: «¿Qué?» Y yo dije: «El olor. Deben ser los muertos que están flotando por las calles.» Yo me sentía aterrorizada por aquella idea, pero Martín se volteó contra la pared y y dijo con la voz ronca y dormida: «Son cosas tuyas. Las mujeres embarazadas siempre están con imaginaciones.»

Al amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las distancias. La noción del tiempo, trastornada desde el día anterior, desapareció por completo. Entonces no hubo jueves. Lo que debía serlo fue una cosa física y gelatinosa que habría podido apartarse con las manos para asomarse al viernes. Allí no había hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre, los guajiros eran cuerpos adiposos e improbables que se movían en el tremedal del invierno. Mi padre me dijo: «No se mueva de aquí hasta cuando no le diga qué se hace», y su voz era lejana e indirecta y no parecía percibirse con los oídos sino con el tacto, que era el único sentido que permanecía en actividad.

Pero mi padre no volvió: se extravió en el tiempo. Así que cuando llegó la noche llamé a mi madrastra para decirle que me acompañara al dormitorio. Tuve un sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo largo de toda la noche. Al día siguiente la atmósfera seguía igual, sin color, sin olor, sin temperatura. Tan pronto como desperté salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me indicaba que todavía una zona de mi conciencia no había despertado por completo. Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste del tren fugándose de la tramontana. «Debe haber escampado en alguna parte», pensé, y una voz a mis espaldas pareció responder a mi pensamiento: «Dónde ... », dijo. «¿Quién está ahí?», dije yo, mirando. Y vi a mi madrastra con un brazo largo y escuálido hacia la pared. «Soy yo», dijo. Y yo le dije: «¿Los oyes?» Y ella dijo que sí, que tal vez habría escampado en los alrededores y habían reparado las líneas. Luego me entregó una bandeja con el desayuno humeante. Aquello olía a salsa de ajo y a manteca hervida. Era un plato de sopa. Desconcertada le pregunté a mi madrastra por la hora. Y ella, calmadamente, con una voz que sabía a postrada resignación, dijo: «Deben ser las dos y media, más o menos. El tren no lleva retraso después de todo.» Yo dije: «¡Las dos y media! ¡Cómo hice para dormir tanto!» Y ella dijo: «No has dormido mucho. A lo sumo serán las tres.» Y yo, temblando, sintiendo resbalar el plato entre mis manos: «Las dos y media del viernes ... », dije. Y ella, monstruosamente tranquila: «Las dos y media del jueves, hija. Todavía las dos y media del jueves.»

No sé cuánto tiempo estuve hundida en aquel sonambulismo en que los sentidos perdieron su valor. Sólo sé que después de muchas horas incontables oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: «Ahora puedes rodar la cama para ese lado.» Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Después oí el ruido de los ladrillos en el agua. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso. Sentí el trepidante y violento silencio de la casa, la inmovilidad increíble que afectaba todas las cosas. Y súbitamente sentí el corazón convertido en una piedra helada. «Estoy muerta –pensé–. Dios. Estoy muerta.» Di un salto en la cama. Grité: «¡Ada, Ada!» La voz desabrida de Martín me respondió desde el otro lado: «No pueden oírte porque ya están afuera.» Sólo entonces me di cuenta de que había escampado y de que en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad, una beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy parecido a la muerte. Después se oyeron pisadas en el corredor. Se oyó una voz clara y completamente viva. Luego un vientecito fresco sacudió la hoja de la puerta, hizo crujir la cerradura, y un cuerpo sólido y momentáneo, como una fruta madura, cayó profundamente en la alberca del patio. Algo en el aire denunciaba la presencia de una persona invisible que sonreía en la oscuridad. «Dios mío –pensé entonces, confundida por el trastorno del tiempo–. Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa del domingo pasado.»

lunes, 15 de octubre de 2007

El checoslovaco

Alberto Laiseca
(Argentina)

Ella estaba cada vez más gorda, decaída y vieja. El, por el contrario, parecía con ello cobrar nuevos bríos. Podía tomárselo en cualquier jornada; ésta invariablemente lo hallaba más fuerte, saludable y coloradote que la precedente.

El era checoslovaco. Hacía casi veinte años que había emigrado al país que lo aceptó. Trabajaba como ingeniero en una fábrica y era bastante competente. Se hizo amiguísimo del dueño; aprovechó esto para tratar de seducir a la hija, que no carecía de atractivos. Curiosamente, no logró enganchar a la homenajeada pero sí a su amiga, muchacha un poco gordita y no fea del todo, a quien él jamás miró ni intentó conquistar. Como de estúpido no tenía nada, comprendió que con la otra perdía su tiempo y no insistió más; cambió de ruta en un segundo, enfilando sus cañones sobre la menos guarnecida plaza, quien se le rindió con armas y bagajes sin intentar no ya diré una defensa a ultranza, sino ni siquiera un simulacro diversivo vía diplomática.

Se casaron tres meses después; de esto, hacía diecisiete años.

Comentaremos como curiosidad que a él le decían «el ingeniero del tornillo filoso». Vaya uno a saber la razón. Cierta vez el ingeniero del filoso tornillo fue al cine, a ver una película de terror. Quedó encantado. Siempre citaba ante sus escasos conocidos una frase de la cinta, que él atribuía al conde Drácula: «Mi querido amigo: las mujeres no son un vicio, son una necesidad.»

El checoslovaco hablaba mal el idioma, pero no pésimo como a veces hacía creer. Cuando decidió matar a su esposa exclusivamente con armas secretas, en su arsenal contaba con el lenguaje; como si éste fuera la más letal e importante de sus ojivas nucleares de cabezas múltiples.

Se proponía el crimen perfecto; según él, por razones de estética. Así le llevase tres décadas, ella debía morirse mucho antes que él por acción de su deliberada voluntad, y el crimen, anto y ontológico, bello e impune, permitirle adueñarse de todo. «Las mujeres de piernas gordas no deberían de existir», alegaba él ante sí mismo; «ofenden a la naturaleza. Deben ser eliminadas por razones éticas, estéticas, místicas y eróticas.» Diremos de paso que, curiosamente, si bien él hacía ya largo tiempo que manifestaba indiferencia sexual por su mujer, no bien se le ocurrió asesinarla con armas sutiles, sintió que sus apetencias dormidas despertaban feroces. Era como volver a estar enamorado.

Se mostraba hasta dulce con ella. Casi afectuoso. Solía pararse quince minutos silenciosamente a su espalda en la cocina, mientras ella pelaba papas para la comida. No bien lo sentía, empezaba a ponerse nerviosa. «No puede retener cáscara», decía con voz chirriante, mecánica, checoslovaca, en momentos en que ella no tenía ni la menor intención de permitir que algo se le cayera. Justamente, Gloria procuraba corregir tres manías que la obsesionaban día y noche: su torpeza (puesto que chocaba los muebles, las cosas se le caían, calculaba mal la energía con que debía extender la mano para tomar un vaso y el contenido se derramaba sobre la mesa). Su gordura y el terror cerval a las enfermedades y la suciedad constituían sus otros dos focos sépticos de neurosis. De estos tres ángeles del Apocalipsis, el que mejor controlaba era el primero. Con una gran fuerza de voluntad y poniendo mucha atención –era bastante distraída–, moviéndose lentamente los primeros meses, había llegado a suprimir el ochenta por ciento de sus choques con muebles y otros objetos –un fracaso la ponía histérica–, suprimiendo así esa inelegancia grotesca.

Por eso consideraba inoportuno e injustísimo que él removiera el avispero cuando se hallaba convaleciente de su torpeza. ¿A qué venía su «No puede retener cáscara»?

La mujer pego un brinco, empezando a encresparse. Al rato ya le temblaban las manos. Renació su inseguridad. Para colmo, él agregó como subrayando: «Quien no puede retener cáscara, ella de mano cae.»

Gloria sabía que él tenía dificultades idiomáticas; pero comprendía muy bien que la pésima sintaxis de la frase había sido exagerada a propósito. En estos casos había que oírlo hasta el final si se quería comprender el sentido completo de la oración, que no era revelado salvo con la última palabra. Nótese la expresión «ella de mano cae», en apariencia una inoperante deformación monstruosa, risible incluso. Pero era todo lo contrario, pues las palabras, así absurdas y troglodíticamente dispuestas, la puntuación y construcción gramatical arbitrarias, dislocadas, tenían toda la fuerza carismática de lo feo. Estaban destinadas a tocar los resortes ocultos de la mujer.

Era un plan perfecto y genial; Stepan, en efecto, estaba lleno de armas secretas. ¿Y por qué Gloria no se separaba? ¡Ah!: por inseguridad y masoquismo. Y él lo sabía a la perfección, así como no ignoraba ninguno de los otros puntos débiles de ella.

Luego, él adoptaba un tono comprensivo y condescendiente: «Pasa a cierta edad. Un amigo mío tiene mal de Parkinson y tiembla. Qué feo.» Entonces, por fin las cosas se le caían a ella: uno de esos cacharros de lata, por ejemplo, que hacen un ruido horrible y no hay forma de pararlos hasta que dan varias vueltas sobre sí mismos; existe la manera, por supuesto: agacharse en el acto y detenerlos con rapidez para que no giren, pero ello pone en claro la importancia que le damos al ruido, en momentos que uno sabe quién está detrás mirándolo todo: un verdugo atentísimo y lleno de sabiduría, alerta a cualquier reacción.

Cuando la maniobra se veía coronada por el éxito, él decía una de esas palabras solitarias que ella temía más que a sus frases mal construidas: «Lapislázuli.» Después daba media vuelta y se iba. Era terrible el contraste entre el bello vocablo elegido, y el feísmo de la falta de coordinación motora que calificaba. Pero precisamente por ser bello es que lo escogía.

El la acechaba para ver si iba al espejo. Entonces, cuando ella desolada no podía menos que tener en cuenta sus arrugas y otras cosas, le decía aquello tan temido por ser como una expresión de su subconsciente que se materializara: «Me acuerdo cuando yo era joven, en Checoslovaquia, mi patria...» Y no decía nada más. Nunca nada directo. O sí. Según el momento. Todo dependía. Podía agregar con genuina ternura: «Petunia.» Cuando ella empezaba a sonreír agradecida, aclaraba: «Petunia marchita».

Dentro de los instantes en que ella estaba bien arreglada y lista para salir, le decía con tono impersonal: «Pierna gorda. ¿No convendría un poco arriba el cuello adelgazar? Diente de oro pero boca arruinada. Qué estupidez. Laspilázuli.» En estos casos, sus ataques sucesivos en diferentes sectores tenían como objeto que, al diversificar su agresión, ella no pudiera oponer una defensa organizada contra las distintas amenazas.

Gloria solía visitar a Julia, una de sus amigas. Con ella se confesaba mientras tomaban té sin masas en una confitería –la otra, que era flaca, no comía por razones de solidaridad–: «Julia, esta vez estoy segura: Stepan quiere matarme». «Calmate, ¿qué te hizo esta vez?» «Me dijo: "Pierna gorda." "Una microbio y chaff. Kaput." "Lapislázuli."» «Controlate, por favor, que no entiendo nada. Si no me contás los antecedentes no puedo comprender. Te dijo "Pierna gorda." ¿Y qué más?» «Los otros días recibí por correo una caja de bombones deliciosos. Estaban a mi nombre pero no tenían remitente. Debe tratarse de uno de esos envíos de propaganda. Ya no saben qué hacer. Estos miserables no encontraron mejor cosa que mandarme a mí, que estoy a régimen, una caja repleta de bombones. Uno más rico que el otro. No me pude contener; empecé diciéndome que iba a comer nada más que uno, pero... Bueno, qué te voy a explicar si vos sabés cómo son esas cosas. No, no sabés. Vos no sos gorda.» «Bueno ¿y?» «Stepan me pescó justo cuando me había comido la mitad. Sonrió despreciativo con un costado de la boca, como hace él, y dijo: "Voraz. Voraz como un pájaro pichón gordo." Pero eso no es todo. Vos sabés que tengo un problema circulatorio que me trato hace cinco años. Estaba viendo televisión lo más tranquila, con las piernas estiradas y arriba de un taburete para que descansasen. El se puso a espaldas de mi sillón y dijo lleno de asco: «Fibrosa. Cuántas várices tiene usted. ¿No convendría curarlas? Mi madre se hizo una operación pero quedó peor. Caléndula." ¿Eh?, qué te parece?» «Buenoo..., supongo que la peculiaridad de su temperamento indica cierta propensión a la crueldad mental. Pero eso sucede con muchos hombres. Creo por otro lado que está un poco loco, ¿qué quiso decir con la palabra "caléndula", que no tiene nada que ver?» «¡Viste!, ¡viste!» «Sí, bueno, pero aparte de eso... Por lo demás, todo lo último no es tan terrible; si conoce tu afección circulatoria, es lógico que desee que te hagas atender. No lo dijo con mala intención. Un poco torpe de su parte, si acaso.» «Los otros días pasó al lado mío como si no me viera y dijo despacio pero con la suficiente fuerza como para que pudiese oírlo: "Pierna gorda, monstruo fibroso. Lapislázuli." ¿Eso tampoco lo dijo con mala intención?» «Bueno, querida, vos sabés cómo es con las parejas que llevan mucho tiempo juntas. Se dan ciertos desajustes friccionales. Hay que ser tolerante y comprender. Con buena voluntad por ambas partes ... »«Julia, vos no entendés nada: él me quiere matar.» «Ay, Gloria, por Dios, no seas exagerada y tremendista. Te convendría tener una conversación a fondo con él» «¿Vos te pensás que yo no intenté dialogar? Sabe mis obsesiones y me tortura con eso. Los otros días compré un libro nuevo, fantástico: es el sistema del doctor Guoches-Heink para adelgazar. Es un bestseller que está ahora en todas las librerías. Parece que ese hombre es una eminencia. Pues bien, no había acabado de abrirlo cuando se me acercó Stepan por detrás, medio en bisel, y para desmoralizarme dijo con ese tono monótono y didáctico que a veces tiene: «El problema con los tratamientos para no engordar es que uno desearía adelgazar ciertas partes. Desgraciadamente sólo enflaquece lo que ya estaba flaco." Y se fue. Mirá sí no será jodido y maldito.»

Gloria suspende sus quejas un momento para tomar un sorbo de té, y luego prosigue: «Sabe que trato de controlar mi manía con la limpieza y el miedo a las enfermedades. En los últimos tiempos me estaba lavando las manos menos veces por día, e incluso utilizaba poco desinfectante para esterilizar ciertas cosas de uso diario. Estaba comiendo una presa de pollo doradita, con la mano, muy contenta. Stepan me miró de reojo y dijo mientras simulaba leer el diario: «Mucha gente muerta en Calcuta. Una microbia y chaff. Kaput." No pude seguir comiendo. Me perseguí con la idea de que no me había lavado las manos y fui corriendo al baño, pese a saber que por fuerza me las requetelavé dos o tres veces; aunque sea por automatismo.»

Cierto día la llevó de picnic. Ella no lo podía creer. Bien sabía cómo era Stepan; sin embargo, él en un segundo la enganchaba. Se fueron con el auto y la casa rodante hasta el río. Acamparon. Al principio, todo lo más bien. El se volvió intimista. «Me encanta este río. Muy caudaloso. Me recuerda al Moldava. De verdad cosa hermosa es, ver Moldava pasar bajo puentes de Praga. Muchas flores.»

Ella lo escuchaba incrédula. Por un momento había visto el agua y los puentes, en aquella ciudad lejana y exótica. Tenía ganas de decirle: «¡Pero Stepan!, ¡sí fueses siempre así!»

El checoslovaco siguió diciendo: «Qué rica agua. En verano da gusto agacharse y tomar el agua del Moldava». Dicho esto dio media vuelta y se fue, para hacer un fuego más allá de la casa rodante.

Ella, hechizada por la brevísima descripción, se inclinó para beber del río. El líquido estaba delicioso. Luego volvió hasta donde se encontraba Stepan.

El preguntó –de espaldas a ella, en apariencia concentradísimo en la tarea de prender el fuego–. «¿Estaba fresca el agua?» «¡Oh, sí, ¡fue un deleite! Deberías probarla.» Con tono impersonal: «No. Yo no tomo nunca agua de río. Se me fue la gana desde que médico amigo me contó una historia terrible.» «¿¡Qué!?, ¿¡qué te contó!?», preguntó ella asustada. «Parece que un matrimonio que él atendía se fue una vez de picnic. Era un día lindísimo y estaban muy contentos, pero a la tarde ella agonizaba. Llevaron rápido a sala de urgencia. junta médica porque no sabían qué tenía. No daban pie con bola. Un médico viejito, de mucha experiencia, le preguntó al marido: "¿Y por dónde estuvieron ustedes?" "En el campo. Andábamos de picnic cerca del río." "Aajá. ¿Y su señora tomó agua del río?" "Sí, ¿por qué?, ¿hizo mal?" «¿Y usted bebió?" "No." "Fueron a investigar y en el río, muy cerca de ahí, había una vaca muerta. Todo podrida. Esa noche la mujer se murió. Septicemia. Infección generalizada. Fulminante. No hay cura, ni aunque agarren a tiempo.»

A ella se le había arruinado el día. El, por el contrario, parecía a sus anchas. Veíasele gozar con plenitud.

Algún tiempo después, Stepan cambió de táctica: empezó a hacerle el amor una vez por semana. Desde el comienzo del día en el cual pensaba realizar el coito con ella, la iba seduciendo con mucha ternura y habilidad. Empleaba armamentos pesados con objeto de erotizarla: tocaba con su lengua el agujero de la femenina oreja, le decía cosas increíbles,, hablábale de que sus rodillas eran esto y aquello. Todo todo. Hasta que ella se olvidaba. La conducía a la cama y con mucha ternura comenzaba a desnudarla como el hombre más enamorado del mundo. Ya en pleno acto, y cuando ella totalmente entregada estaba a punto de lograr el éxtasis, él le susurraba una de esas palabras o frases tales como «fíbrosa», «pierna gorda» o «várices», y la mujer quedaba rígida y helada; de ninguna manera podía gozar. El, en cambio, al verla en ese estado, sentía que unos enormes deseos sexuales, unos deseos sexuales mayúsculos le acontecían y gozaba como nunca. Precisamente porque ella no podía.

Y todo así.

En una ocasión ella lo enfrentó. Le dijo con helada calma: «Te veo tan hijo de puta como esos nazis que asesinaron a los judíos. Sos un criminal de guerra frustrado. Esta casa es un campo de concentración. Por la cocina corren tus alambradas electrizadas y tus perros. Yo soy la prisionera y vos el SS. Sos un guacho.» El, muy lejos de sentirse herido, quedó contentísimo con la idea. Lo tomó como el mejor elogio que podían haberle hecho. Sin embargo, comentó: «Nunca lo había visto de esa manera. Seamos completamente justos, no obstante, pues no me quiero apropiar de glorias ajenas: ignoro si lo que dice es exacto, ya que jamás me molesté por estudiar caprichos, manías, preferencias o motivaciones, en alguien fuera de mí mismo. De cualquier manera comprendo a qué se refiere y, para contestarle con su mismo punto de vista, le diré que el SS es usted. Yo en todo caso sería un modesto auxiliar; uno de esos subordinados de ínfima categoría que entraban en las cámaras para sacarle los dientes de oro a los cadáveres. Y lo digo aunque constituya una humillación para mi orgullo.»

Lo impresionante de este parlamento fue que lo dijo casi sin acento eslavo y con estructura gramatical pasable. Ella se quedó helada.

Cuando el médico le dijo que su mujer tenía cáncer y que no se lo dijese pues ello podría abreviarle la existencia, él hizo cuanto pudo para que jamás se enterase y hasta el fin creyera en su curación.

Ella agonizaba. Esa era la noche y la madrugada de su muerte. Estaba lúcida, no obstante. El entró al cuarto en sombras con una vela en la mano. La miró largamente y dijo: «Notable. Qué delgada la puso la enfermedad. Está usted bellísima.»

Y se fue, dejándole el cirio a los pies de la cama.

viernes, 12 de octubre de 2007

A la deriva

Horacio Quiroga
(Uruguay)

El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse, con un juramento, vio a una yararacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla.

Movía la pierna con díficultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas desaparecían ahora en una monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

–¡Dorotea! –alcanzó a lanzar en un estertor–. ¡Dame caña!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

–¡Te pedí caña, no agua! –rugió de nuevo–. ¡Dame caña!

–¡Pero es caña, Paulino! –protestó la mujer, espantada.

–¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otros dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

–Bueno; esto se pone feo –murmuró entonces, mirando su pie, lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora hasta la ingle. La atroz sequedad de garganta, que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pacú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito –de sangre esta vez– dirigió una mirada al sol, que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pacú y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba; pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

–¡Alves! –gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

–¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! –clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.

En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas, bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido, en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pacú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pacú? Acaso viera también a su ex patrón míster Dougald y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al Poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma, ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entre tanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...

Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un Viernes Santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

Un jueves...

Y cesó de respirar.

martes, 9 de octubre de 2007

Braquicefalias

Javier Tomeo
(España)

Esta mañana un compañero de la oficina me llamó braquicéfalo y me dijo que, como todos los braquicéfalos, también yo tengo la cabeza corta, el occipital aplanado y que, si no fuese calvo, tendría el pelo negro, áspero y grueso, implantado casi perpendicularmente a la piel. Higinio (así se llama el compañero en cuestión) es un tipo odioso que anda siempre buscando el modo de fastidiar a la gente y que vive precisamente en la misma casa en la que yo tengo instalado mi pisito de soltero desde hace un par de meses.

–Más aún –añadió, gozándose de mi desconcierto inicial–. Cualquiera puede ver, a simple vista, que eres un típico braquicéfalo alpino. Seguramente tu familia procede de algún pequeño pueblo centroeuropeo. Mírate en el espejo: tienes la cara ancha, la nariz pequeña y poco saliente, la piel blanco-amarillenta y, por si fuese poco, no eres demasiado alto.

–Tal vez tengas razón –le dije, sin dar la menor importancia a sus palabras.

–Los cráneos de los braquicéfalos –añadió–, tienen el diámetro transversal casi igual o poco más corto que el diámetro anteroposterior.

–Me parece divertido –le dije.

–Si yo estuviese en tu puesto no me sentiría tan feliz –continuó diciéndome Higinio, bajando el tono de voz y lanzando una cautelosa mirada alrededor para asegurarse de que nadie estaba escuchándonos–. Tú sabes que yo no soy racista, pero no por eso dejo de reconocer que los hombres se distinguen no sólo por sus ideas y costumbres, sino también por la forma de sus cabezas. Según como tengan el cráneo, pueden ser dolicocéfalos, braquicéfalos o mesocéfalos. Los braquicéfalos tienen el cráneo largo, los dolicocéfalos lo tienen corto y los mesocéfalos no lo tienen ni corto ni largo, es decir, lo tienen mediano.

–Pues muy bien –admití–. Soy un braquicéfalo. No suena mal del todo.

–Un braquicéfalo alpino –me corrigió–. Hay muchas clases de braquicéfalos.

Le pregunté a qué grupo pertenecía él, es decir, cómo tenía la cabeza, y me dijo que pertenecía al grupo de los dolicocéfalos porque en su cráneo era mucho mayor el diámetro anteroposterior que el transversal.

–Si te fijas –me dijo, quitándose inesperadamente la peluca y mostrándome la cabeza– tengo el occipital muy saliente.

Era la primera vez que le veía sin pelo y no pude por menos de soltar una carcajada. Le dije luego que no podía decir si era dolicocéfalo o braquicéfalo, que yo no entendía mucho de esas cosas, pero que, sin la peluca, su cabeza parecía un melón.

–Prefiero tener la cabeza como un melón que como una calabaza –replicó Higinio.

Y se quedó mirándome fijamente a los ojos y sonriéndose con unos aires de superioridad que me parecieron tan ridículos como ofensivos. Entonces empecé a mosquearme y le pregunté si él era también de los que pensaban que la inteligencia y la sensibilidad de los hombres depende de la capacidad y forma de sus respectivos cráneos.

–Por supuesto –me dijo–. Creo firmemente en esa teoría. Los más grandes hombres de la historia han sido siempre dolicocéfalos y ortognatos. Tú eres un cabezón y te comportas como un cabezón.

Entonces comprendí por fin que Higinio había sacado a colación el tema de mi supuesta braquicefalia sólo para darme a entender en los términos más científicos posibles que no soy un hombre que se distinga especialmente por su inteligencia. Aquello me irritó sobremanera.

–De acuerdo –le dije, con una sonrisa helada–. Soy un cabezón. Me equivoco al sumar las facturas y me pongo muy nervioso cada vez que tengo que hablar por teléfono. Los jefes me han colocado en la vía muerta y sé muy bien que en esta oficina se acabaron para mí todas las posibilidades de ascenso. Soy un braquicéfalo alpino, lo admito humildemente, pero mi aparato sexual funciona como la seda y tu mujer tiene muchas pruebas de que no te miento. Pregúntaselo a ella y verás lo que te dice.

Me puse en guardia como los buenos boxeadores, con el brazo izquierdo extendido y protegiéndome el mentón con el puño derecho, pero Higinio no tuvo las suficientes agallas para replicar. Palideció mortalmente, fue a sentarse a su mesa y durante todo el resto de la mañana estuvo ordenando facturas y sorbiéndose las lágrimas con la punta de la lengua.

Javier Tomeo (Dolicocéfalo mediterráneo)

viernes, 5 de octubre de 2007

Abril es el mes más cruel

Guillermo Cabrera Infante
(Cuba)

No supo si lo despertó la claridad que entraba por la ventana o el calor, o ambas cosas. O todavía el ruido que hacía ella en la cocina preparando el desayuno. La oyó freír huevos primero y luego le llegó el olor de la manteca hirviente. Se estiró en la cama y sintió la tibieza de las sábanas escurrirse bajo su cuerpo y un amable dolor le corrió de la espalda a la nuca. En ese momento ella entró en el cuarto y le chocó verla con el delantal por encima de los shorts. La lámpara que estaba en la mesita de noche ya no estaba allí y puso los platos y las tazas en ella. Entonces advirtió que estaba despierto.

—¿Qué dice el dormilón? — preguntó ella, bromeando.

En un bostezo él dijo: Buenos días.

—¿Cómo te sientes?

Iba a decir muy bien, luego pensó que no era exactamente muy bien y reconsideró y dijo:

—Admirablemente.

No mentía. Nunca se había sentido mejor. Pero se dio cuenta que las palabras siempre traicionan.

—¡Vaya! —dijo ella.

Desayunaron. Cuando ella terminó de fregar la loza. vino al cuarto y le propuso que se fueran a bañar.

—Hace un día precioso —dijo.

—Lo he visto por la ventana —dijo él.

—¿Visto ?

—Bueno, sentido. Oído.

Se levantó y se lavó y se puso su trusa. Encima se echó la bata de felpa y salieron para la playa.

—Espera —dijo él a medio camino—. Me olvidé de la llave.

Ella sacó del bolsillo la llave Y se la mostró. Él sonrío.

—¿Nunca se te olvida nada?

—Sí —dijo ella y lo besó en la boca—. Hoy se me había olvidado besarte. Es decir, despierto.

Sintió el aire del mar en las piernas y en la cara y aspiró hondo.

—Esto es vida —dijo.

Ella se había quitado las sandalias y enterraba los dedos en la arena al caminar. Lo miró y sonrió.

—¿ Tú crees ? —dijo.

—¿Tú no crees? —preguntó él a su vez.

—Oh, sí. Sin duda. Nunca me he sentido mejor.

—Ni yo. Nunca en la vida —dijo él

Se bañaron. Ella nadaba muy bien, con unas brazadas largas, de profesional. Al rato él regresó a la playa y se tumbó en la arena. Sintió que el sol secaba el agua y los cristales de sal se clavaban en sus poros y pudo precisar dónde se estaba quemando más, dónde se formaría una ampolla. Le gustaba quemarse al sol. Estarse quieto, pegar la cara a la arena y sentir el aire que formaba y destruía las nimias dunas y le metía los finos granitos en la nariz, en los ojos, en la boca, en los oídos. Parecía un remoto desierto, inmenso y misterioso y hostil. Dormitó.

Cuando despertó, ella se peinaba a su lado.

—¿Volvemos? —preguntó.

—Cuando quieras.

Ella preparó el almuerzo y comieron sin hablar. Se había quemado, leve, en un brazo y el caminó hacia la botica que estaba a tres cuadras y trajo picrato. Ahora estaban en el portal y hasta ellos llegó el fresco y a veces rudo aire del mar que se levanta por la tarde en abril.

La miró. Vio sus tobillos delicados y bien dibujados, sus rodillas tersas y sus muslos torneados sin violencia. Estaba tirada en la silla de extensión, relajada, y en sus labios, gruesos, había una tentativa de sonrisa.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó.

Ella abrió sus ojos y los entrecerró ante la claridad. Sus pestañas eran largas y curvas.

—Muy bien. ¿Y tú?

—Muy bien también. Pero, dime... ¿ya se ha ido todo?

—Sí —dijo ella.

—Y... ¿no hay molestia?

—En absoluto. Te juro que nunca me he sentido mejor.

—Me alegro.

—¿Por qué?

—Porque me fastidiaría sentirme tan bien y que tú no te sintieras bien.

—Pero si me siento bien.

—Me alegro.

—De veras. Créeme, por favor.

—Te creo.

Se quedaron en silencio y luego ella habló:

—¿Damos un paseo por el acantilado?

—¿Quieres?

—Cómo no. ¿Cuándo?

—Cuando tú digas.

—No, di tú.

—Bueno, dentro de una hora.

En una hora habían llegado a los farallones y ella le preguntó, mirando a la playa, hacia el dibujo de espuma de las olas, hasta las cabañas:

—¿Qué altura crees tú que habrá de aquí a abajo? —Unos cincuenta metros. Tal vez setenta y cinco. —¿Cien no?

—No creo.

Ella se sentó en una roca, de perfil al mar, con sus piernas recortadas contra el azul del mar y del cielo.

—¿Ya tú me retrataste así? —preguntó ella.

—Sí.

—Prométeme que no retratarás a otra mujer aquí así.

Él se molestó.

—¡Las cosas que se te ocurren! Estamos en luna de miel, ¿no? Cómo voy a pensar yo en otra mujer ahora.

—No digo ahora. Más tarde. Cuando te hayas cansado de mí, cuando nos hayamos divorciado.

Él la levantó y la besó en los labios, con fuerza.

—Eres boba.

Ella se abrazó a su pecho.

—¿No nos divorciaremos nunca?

—Nunca.

—¿Me querrás siempre?

—Siempre.

Se besaron. Casi en seguida oyeron que alguien llamaba.

—Es a ti.

—No sé quién pueda ser.

Vieron venir a un viejo por detrás de las cañas del espartillo.

—Ah. Es el encargado.

Los saludó.

—¿Ustedes se van mañana?

—Sí, por la mañana temprano.

—Bueno, entonces quiero que me liquide ahora. ¿Puede ser?

Él la miró a ella.

—Ve tú con él. Yo quiero quedarme aquí otro rato más.

—¿Por qué no vienes tú también?

—No —dijo ella—. Quiero ver la puesta de sol.

—No quiero interrumpir. Pero es que quiero ver si voy a casa de mi hija a ver el programa de boseo en la televisión. Usté sabe, ella vive en la carretera.

—Ve con él —dijo ella.

—Está bien —dijo él y echó a andar detrás del viejo.

—¿Tú sabes dónde está el dinero?

—Sí —respondió él, volviéndose.

—Ven a buscarme luego, ¿quieres?

—Está bien. Pero en cuanto oscurezca bajamos. Recuerda.

—Está bien —dijo—. Dame un beso antes de irte.

Lo hizo. Ella lo besó fuerte, con dolor.

Él la sintió tensa, afilada por dentro. Antes de perderse tras la marea de espartillo la saludó con la mano. En el aire le llegó su voz que decía te quiero. ¿O tal vez preguntaba me quieres?

Estuvo mirando al sol cómo bajaba. Era un círculo lleno de fuego al que el horizonte convertía en tres cuartos de círculo, en medio círculo, en nada, aunque quedara un borboteo rojo por donde desapareció. Luego el cielo se fue haciendo violeta, morado y el negro de la noche comenzó a borrar los restos del crepúsculo.

—¿Habrá luna esta noche? —se preguntó en alta voz ella.

Miró abajo y vio un hoyo negro y luego más abajo la costra de la espuma blanca, visible todavía. Se movió en su asiento y dejó los pies hacia afuera, colgando en el vacío. Luego afincó las manos en la roca y suspendió el cuerpo, y sin el menor ruido se dejó caer al pozo negro y profundo que era la playa exactamente ochenta y dos metros más abajo.

miércoles, 3 de octubre de 2007

La Caja


Arturo Uslar Pietri
(Venezuela)

Al salir del puerto, fue el escándalo.

Cuatro palabras duras, la cubierta sola bajo el bochorno del sol, y se le había ido encima con el cuchillo desnudo, hasta que cayó al suelo con la gran panza glotona borboteando sangre.

Al coger la escotilla tropezó a Cumaná: la cabeza chica entre los hombros recios y la pipa pisada con los dientes.

- ¿Pa onde vas, Felipe, tan de carrera?

- No, aquí mismo, hermano, ya... a... a... ¡a buscar el rancho!

- ¿El rancho a esta hora, Felipe?

No había podido decir otra cosa.

Entretanto, Cumaná había, salido sobre la escotilla, y al ras de la cubierta la vista se le mojó en la sangre fresca.

- Ven acá, Felipe, ¿qué es esto?

No hubo otro recurso sino decirlo todo. Lloró, gimió.

- Déjame ir. No lo digas.

-¿Qué vas a hacer? No pués echarte al mar.

El asesino se abismó en la pregunta.

- No. ¿Qué hago?

Entonces el bueno de Cumaná lo tomó por el brazo con fuerza. El trató de zafarse.

-¿Qué ... ?

No preguntes bobadas...

Llevaban ocho días de navegación. Ocho días en que la Eugenia había ido avanzando sobre el mar, azul como un pájaro.

Muy atrás, entre las olas, envuelto en una hamaca habían echado el cadáver. Lo lanzaron entre dos marinos, al caer, les salpicó el agua el rostro, se secaron con las mangas, como lo hacían después de comer.

A Felipe, el asesino, lo buscaron por toda la nave, hasta que, cansados, los hombres se agruparon en la borda a ver el agua ancha con curiosidad.

Cumaná sonreía recostado al trinquete.

Después se olvidaron, ¡había tanto que navegar...! Además, el mar es un profesor de indiferencia.

Pero aquel día se oscureció bastante el cielo, y el viento comenzó a silbar recio sobre el agua, y bajo su resbalón largo se levantaban las olas como azuzadas.

Empezó a cortinear la lluvia con gotas obesas.

La goleta iba cargada hasta los topes y en el vaivén del agua agitada su pesantez no le permitía defenderse.

Eran dos ritmos sin armonía posible: uno, violento, ágil; el otro cansado, muelle...

A los marinos se les cuajó la boca de maldiciones.

A ratos se alzaba la proa hasta sacar al aire la tabla de la quilla, luego se calaba hasta el bauprés, y entonces, por babor, entraba un gran golpe de mar que se desmenuzaba sobre la cubierta.

El agua se empinaba, se empinaba hasta tapar los palos, para barrer luego, como un atajo desbocado, sobre la obra muerta.

El timonel zarandeaba sobre la rueda como una banderola.

La situación se estaba poniendo desesperada.

Desde la popa, embocando las manos, el patrón gritó:

-¡Todos a echar carga al mar...!

Cumaná, recostado al palo mayor, miraba y sonreía.

Los hombres se precipitaron, con el agua, en la bodega.

Los fardos pasaban por las manos, como deslizados, hasta caer en el oleaje.

Dos marinos fuertes agarraron una caja. Sobre la tapa tenía una cruz de carbón.

-¡Ese no! - aulló Cumaná.

Era muy grande el estruendo para que se le oyese la voz.

Intentó moverse, llegar a ellos, decirles que no hicieran eso, pero una ola enorme lo obligó a agarrarse con más energía al palo.

Los ojos casi le saltaban afuera; vio cómo izaban el bulto, cómo llegaban dos hombres y tomándolo en sus brazos poderosos comenzaban a bambolearlo en el aire.

-¡Ese no!

Y, por último, vio cómo saltaba en el vacío y era tragado por la tiniebla rugidora...