domingo, 30 de septiembre de 2007

Voz en el teléfono

Silvina Ocampo
Argentina

No, no me invites a casa de tus sobrinos. Las fiestas infantiles me entristecen. Te parecerá una macana. Ayer te enojaste porque no quise encender tu cigarrillo. Todo está relacionado. ¿Que estoy loco? Tal vez. Ya que nunca puedo verte, terminaré por explicar las cosas por teléfono. ¿Qué cosas? La historia de los fósforos. Detesto el teléfono. Sí. Ya sé que te encanta, pero a mí me hubiera gustado contarte todo en el auto, o saliendo del cine, o en la confitería. Tengo que remontarme a los días de mi infancia.

—Fernando, si jugás con fósforos, vas a quemar la casa —me decía mamá, o bien—: Toda la casa va a quedar reducida a un montoncito de cenizas—o bien—: Volaremos como fuegos de artificio.

¿Te parece natural? A mí también, pero todo eso me inducía a tocar fósforos, a acariciarlos, a tratar de encenderlos, a vivir por ellos. ¿Te sucedía lo mismo con las gomas de borrar? Pero no te prohibían tocarlas. Las gomas de borrar no queman. ¿Las comías? Esa es otra cosa. Los recuerdos de mis cuatro años tiemblan como iluminados por fósforos. La casa donde pasé mi infancia, ya te dije que era enorme: se componía de cinco dormitorios, dos vestíbulos? dos salas con el cielo raso pintado, con nubes y angelitos. ¿Te parece que vivía como un rey? No creas. Siempre había líos entre los sirvientes.

Se habían dividido en dos bandos: los partidarios de mi madre y los partidarios de Nicolás Simonetti. ¿Quién era? Nicolás Simonetti era el cocinero: yo lo quería con locura. Me amenazaba, en broma, con un enorme cuchillo lustroso, me daba trocitos de carne y hojitas de lechuga para que me entretuviera, me daba caramelo que derramaba sobre el mármol. El contribuyó tanto como mi madre a despertar mi pasión por los fósforos, que encendía para que yo los apagara soplando. Debido a los partidarios de mi madre, que eran infatigables, la comida nunca estaba lista, ni rica, ni a punto. Siempre había una mano que interceptaba los platos, que los dejaba enfriar, que agregaba talco a los tallarines, que espolvoreaba los huevos con ceniza. Todo esto culminó con la aparición de un pelo larguísimo en un budín de arroz.

—Este pelo es de Juanita—dijo mi padre.

—No—dijo mi tía—, no quiero "echar pelos en la leche", para mi gusto, es de Luisa.

Mi madre, que tenía mucho amor propio, se levantó de la mesa en medio de la comida y tomando de la punta de los dedos el pelo, lo llevó a la cocina. La cara absorta del cocinero que vio, en lugar de un pelo, una hebra de hilo negro, irritó a mi madre. No sé qué frase sarcástica o hiriente hizo que Nicolás Simonetti se quitara el delantal que amasó como un bollo para tirarlo y anunciar que dejaba la casa. Yo lo seguí al cuarto de baño donde se vestía y se desvestía diariamente. Aquella vez, él que era tan atento conmigo, se vistió sin mirarme. Se peinó con un poquito de grasa que le quedaba en las manos. Nunca vi manos tan parecidas a peines. Luego, con dignidad juntó, en la cocina, los moldes, los cuchillos enormes, las espátulas y las metió en una valijita que siempre traía y se dirigió a la puerta con el sombrero puesto. Para que se dignara mirarme le di un puntapié en la pierna; entonces puso su mano, que olía a manteca, sobre mi cabeza y dijo:

—Adiós, pibe. Ahora muchos apreciarán las comidas de Nicolás. Que se chupen los dedos.

¿Te hace gracia? Sigo enumerando: dos escritorios. ¿Para qué tantos? Yo también me lo pregunto. Nadie escribía. Ocho corredores, tres cuartos de baño (uno con dos lavatorios). ¿Por qué dos? Se lavarían a cuatro manos. Dos cocinas (una económica y una eléctrica), dos cuartos para lavar y planchar la ropa (uno de ellos decía mi padre que estaba destinado a arrugarla), una antecocina, un antecomedor, cinco cuartos de servicio, un cuarto para los baúles. ¿Viajábamos mucho? No. Esos baúles se utilizaban para distintas cosas. Otro cuarto para los armarios, otro para los cachivaches donde dormía el perro y mi caballo de madera montado en un triciclo. ¿Si existe esa casa? Existe en mi recuerdo. Los objetos son como esos mojones que indican los kilómetros recorridos: la casa tenía tantos que mi memoria está cubierta de números. Podría decir en qué año comí la primera manzana o mordí la oreja del perro, o bien oriné en la dulcera. ¡Te parece que soy un cochino! Las alfombras, las arañas y las vitrinas de la casa me gustaban más que los juguetes. Para el día de mi cumpleaños mi madre organizó una fiesta. Invitó a veinte varones y veinte mujeres para que me trajeran regalos. Mi madre era previsora. ¡Tenés razón, era un amor! Para el día de la fiesta los sirvientes sacaron las alfombras, los objetos de las vitrinas que mi madre reemplazó por caballitos de cartón con sorpresas y automovilitos de material plástico, matracas, cornetas y flautines, dedicados a los varones; pulseras, anillos, monederos y corazoncitos a las mujeres. En el centro de la mesa del comedor colocaron la torta con cuatro velitas, los sandwiches, el chocolate servido. Algunos niños llegaron (no todos con regalos) con sus niñeras, otros con sus madres, otros con una tía o una abuela. Las madres, tías o abuelas se sentaron en un rincón para conversar. Yo las escuchaba de pie, soplando en una corneta que no sonaba.

—Qué bonita estás, Boquita—dijo mi madre a la madre de una de mis amigas—. ¿Venís del campo?

—Es la época en que uno quiere quemarse y es un monstruo—respondió Boquita.

Yo creí que se refería a los fósforos y no al sol. ¿Si me gustaba? ¿Qué cosa? ¿Boquita? No. Era horrible, con su boca diminuta, sin labios, pero mi madre aseguraba que nunca había que decir bonita a las bonitas, sino a las feas porque era más amable; que la belleza está en el alma y no en la cara; que Boquita era un esperpento, pero que "tenía algo". Además mi madre no mentía: siempre se arreglaba para pronunciar las palabras de un modo equívoco, como si se le enredara la lengua, y así lograba decir "qué loquita estás, Boquita"; lo que también podía interpretarse como una alabanza a la fuerte personalidad de su amiga. Hablaron de política, de sombreros y de vestidos, hablaron de problemas económicos, de personas que no habían ido a la fiesta: lo advierto ahora recopilando las palabras que les oí decir. Después de la distribución de globos y de la representación de títeres (donde Caperucita Roja me aterró como el lobo a la abuela, donde la Bella me pareció horrorosa como la Bestia), después de apagar las velas de mi torta de cumpleaños, seguí a mi madre a la salita más íntima de la casa, donde se encerró con sus amigas, entre los almohadones bordados. Conseguí esconderme detrás de un sillón, pisotear el sombrero de una señora, sentado en cuclillas, apoyado contra la pared, para no perder el equilibrio. Ya sé que soy un bruto. Las señoras reían tanto que apenas comprendía yo las palabras que pronunciaban. Hablaban de corpiños, y una de ellas se desabotonó la blusa hasta la cintura para mostrar el que llevaba puesto: era transparente como una media de Navidad, pensé que tendría algún juguete y sentí deseos de meter la mano adentro. Hablaron de medidas: resultó que setrataba de un juego. Por turno se pusieron de pie. Elvira, que parecía una nena enorme, misteriosamente sacó de su cartera un centímetro.

—Siempre llevo en mi cartera una lima y un centímetro, por las dudas—dijo.

—Qué loca —exclamó Boquita estrepitosamente—, pareces una modista.

Se midieron la cintura, el pecho y las caderas,

—Te apuesto a que tengo cincuenta y ocho de cintura.

—Y yo te apuesto a que tengo menos.

Las voces resonaban como en un teatro.

—Quisiera ganar con las caderas—decía una.

—Yo me contento con la pechera—dijo otra—. A los hombres les interesa más el pecho, ¿no ves dónde miran?

—Si no me miran en los ojos no siento nada —dijo otra, con un suntuoso collar de perlas.

—No se trata de lo que sentís, sino de lo que ellos sienten —dijo la voz agresiva de una que no era madre de nadie.

—A mi me importa un bledo —respondió la otra, encogiéndose de hombros.

—Yo, no —dijo la Rosca Pérez, que era preciosa, cuando le tocó el turno de medirse; tropezó contra el sillón donde yo estaba escondido.

—Gané —dijo Chinche, que era puntiaguda como un alfiler de cabeza chica y que hacía sonar las nueve esclavas de oro que llevaba en el brazo.

—Cincuenta y uno —exclamó Elvira, examinando el centímetro que rodeaba la cintura diminuta de Chinche.

¿Que no podía tener cincuenta y un centímetros, a menos de ser una avispa? Pues entonces era una avispa. ¿Se puede hundiendo la barriga como un yogui? Yogui no era, pero encantadora de serpientes, sí. Fascinaba a las mujeres perversas. A mi madre, no. Mi madre era un pan de Dios. Le tenía lástima. Cuando le hablaban mal de Chinche contestaba:

—Macana frita.

Cualquier día. Nunca le oí decir a un malevo "macana frita". Sería algo muy personal. Era muy ella misma. Seguiré contando. En ese momento sonó el teléfono que estaba colocado junto a uno de los sillones; Chinche y Elvira, repartiéndoselo, lo atendieron; luego, tapando el teléfono con un almohadón, dijeron a mi madre:

—Es para vos, che.

Las otras se codearon y Rosca tomó el teléfono para oír la voz.

—Apuesto a que es el barbudo —dijo una de las señoras.

—Apuesto a que es el duende —dijo otra, mordiendo sus collares.

Entonces comenzó un diálogo telefónico en que todas intervinieron pasándose el teléfono por turno. Olvidé que estaba escondido y me puse de pie para ver mejor el entusiasmo, con tintineo de pulseras y collares, de las señoras. Mi madre al verme cambió de voz y de rostro como frente al espejo se alisó el pelo y se acomodó las medias; apagó con ahinco el cigarrillo en el cenicero retorciéndolo dos o tres veces Me tomó de la mano y yo aprovechando su turbación, robé los fósforos largos y lujosos que estaban sobre la mesa, junto a los vasos de whisky. Salimos del cuarto.

—Tenés que atender a tus invitados—dijo mi madre con severidad—. Yo atiendo a los míos.

Me dejó en la sala desmantelada, sin alfombra, sin los objetos habituales de las vitrinas, sin los muebles más valiosos, con los caballitos de cartón vacíos, con las cornetas y flautines en el suelo, con los automovilitos todos con dueños que eran impostores para mí. Cada uno de los niños tenía ya un globo que abrazaba, que estrujaba con audacia. Sobre el piano enfundado alguien había colocado los regalos que los amigos me habían traído. ¿Pobre piano? ¡Por qué no decís, más bien, pobre Fernando! Advertí que faltaban algunos regalos, pues yo atentamente los había contado y examinado en el momento de recibirlos. Pensé que estarían en otro lugar de la casa y ahí empezó mi peregrinación por los corredores que me llevaron al tacho de basura donde desenterré unas cajas de cartón y papeles de diario que triunfalmente llevé a la sala desmantelada. Descubrí que algunos de los niños habían aprovechado de mi ausencia para apoderarse de nuevo de los regalos que me habían traído. ¿Vivos? Sinvergüenzas. Después de muchas vacilaciones, muchas dificultades para entrar en relación con los niños nos sentamos en el suelo para jugar con los fósforos. Pasó una niñera y dijo a su compañera:

—Hay adornos muy finos en esta casa: hay cada florero que si se te cae en un pie te lo aplasta —y mirándonos como si hablaran del mismo florero, agregó—: Cada uno cuando está solo es un diablo, pero acompañado se te vuelve un Niño Dios.

Hicimos construcciones, planos, casas, puentes con los fósforos, les doblamos las puntas, durante un largo rato. No fue sino después, cuando llegó Cacho con los anteojos puestos y una billetera en el bolsillo que tratamos de encender los fósforos. Primero quisimos encenderlos en la suela de los zapatos, después en la piedra de la chimenea. A la primera chispa nos quemamos los dedos. Cacho era muy sabio y dijo que sabía no sólo preparar, sino encender una fogata. El tuvo la idea de cercar la antecocina, donde estaba su niñera, con fuego. Yo protesté. No teníamos que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos fósforos lujosos estaban destinados para la salita íntima donde los había encontrado. Eran los fósforos de nuestras madres. En puntas de pie nos acercamos a la puerta del cuarto donde se oían las voces y las risas. Yo fui el que cerré la puerta con llave, yo fui el que saqué la llave y la guardé en el bolsillo. Apilamos los papeles en que venían envueltos los regalos, las cajas de cartón con paja; algunos diarios que habían quedado sobre una mesa, las basuras que había juntado, unos leños de la chimenea, donde nos sentamos un rato para mirar la futura hoguera. Oímos la voz de Margarita, su risa que no he olvidado, diciendo:

—Nos encerraron con llave.

Y la respuesta de no sé quién:

—Mejor, así nos dejan tranquilas.

Al principio el fuego chisporroteaba apenas, luego estalló, creció como un gigante, con lengua de gigante. Lamía el mueble más valioso de la casa, un mueble chino con muchos cajoncitos, decorado con millones de figuras que atravesaban puentes, que se asomaban a las puertas, que paseaban en la orilla de un río. Millones y millones de pesos le habían ofrecido a mi madre por ese mueble, y nunca lo quiso vender a ningún precio. ¡Te parece, una lástima! Mejor hubiera sido venderlo. Retrocedimos hasta la puerta de entrada donde acudieron las niñeras. Retumbaron las voces pidiendo auxilio en la larga escalera de servicio. El portero, que estaba conversando en la esquina, no llegó a tiempo para hacer funcionar el extinguidor de incendios. Nos hicieron bajar a la plaza. Agrupados debajo de un árbol vimos la casa en llamas, y la inútil llegada de los bomberos. ¿Ahora comprendes por qué no quise encender tu cigarrillo? ¿Por qué me impresionan tanto los fósforos? ¿No sabías que era tan sensible? Naturalmente, las señoras se asomaron a la ventana pero estábamos tan interesados en el incendio que apenas las vimos. La última visión que tengo de mi madre es de su cara inclinada hacia abajo, apoyada sobre un balaustre del balcón. ¿Y el mueble chino? El mueble chino se salvó del incendio, felizmente. Algunas figuritas se estropearon: una de una señora que llevaba un niño en los brazos y que se asemejaba un poco a mi madre y a mí

viernes, 28 de septiembre de 2007

Oído al pasar

Martha Cerda
(Mexico, Guadalajara)


Sería a todo dar que la vida no se nos hiciera vieja, pero de repente amanecen los días todos arrugados. Las horas se apeñuscan y se van de un jalón las dos, las tres, las cuatro, y sin darnos cuenta ya anocheció; y uno ahí metido entre la vida amarillenta y desgastada, con un montón de minutos inservibles en los que no sucede nada porque ya sucedió. Y es que a veces nos toca una vida de segunda mano que otros ya vivieron. En la mía ya alguien me ganó ser torero, otro se casó con la mujer que yo quería, uno más se hizo rico con mi trabajo y hubo hasta quien se murió por mí. Así que no me dejaron nada por hacer. Y la vida cada vez más reseca y carcomida. Hay semanas que empiezan y no terminan; se repiten los domingos todos los días porque no tienen fuerzas para hacerse lunes. Y, si acaso lo logran, comienzan a las seis de la tarde, cuando ya el sol se está poniendo y las mujeres tapan a los pájaros y los viejos recuerdan a sus muertos. Ni modo, a algunos nos toca vivir con la vida toda manoseada por los demás; yo no sé cómo lo hacen para llegar los primeros y estrenarla. La única ocasión que yo vi amanecer estaba nublado y ni los gallos cantaron, así que me volví a dormir hasta que m¡ patrona se dio cuenta y me corrió. Le quise explicar y se hizo la desentendida. Por eso digo que la vida se parece a mi patrona, pasa frente a nosotros sin vernos ni oírnos, sin detenerse. Y la vemos alejarse sin vivirla. Yo llevo mucho tiempo viéndola pasar y cada año la noto más lejana, más llena de gente que no encuentra la salida. Y cómo no, si a estas alturas, cualquier fin de semana, de mes o de año, se junta con el fin de siglo. Pinche vida, y luego no queremos que esté vieja.

martes, 25 de septiembre de 2007

Perplejidad

Raúl Brasca(Argentina)

La cierva pasta con sus crías. El león se arroja sobre la cierva, que logra huir. El cazador sorprende al león y a la cierva en su carrera y prepara el fusil. Piensa: si mato al león tendré un buen trofeo, pero si mato a la cierva tendré trofeo y podré comerme su exquisita pata a la cazadora.
De golpe, algo ha sobrecogido a la cierva. Piensa: si el león no me alcanza, ¿volverá y se comerá a mis hijos? Precisamente el león está pensando: ¿para qué me canso con la madre cuando, sin ningún esfuerzo, podría comerme a las crías?
Cierva, león y cazador se han detenido simultáneamente. Desconcertados, se miran. No saben que, por una coincidencia sumamente improbable, participan de un instante de perplejidad universal. Peces suspendidos a media agua, aves quietas como colgadas del cielo, todo ser animado que habita sobre la Tierra duda sin atinar a hacer un movimiento.
Es el único, brevísimo hueco que se ha producido en la historia del mundo. Con el disparo del cazador se reanuda la vida.

lunes, 24 de septiembre de 2007

En memoria de Paulina

Adolfo Bioy Casares
(Argentina)

Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecíamos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. Nuestras" en aquel tiempo significaba la de ella y la mía.

Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.

Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección.

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados y, secretamente jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.

La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta, y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó Montero, me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central procedía del probable sofisma: si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un esteroscopio y un trípode con una piedra de galena en el cuarto donde había muerto una señorita.

Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento. Montero manifestó, una extraña ambición por conocer a escritores.

-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. –Le presentaré a algunos.

Se describió a si mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche,

-Le seré franco -me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.

Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión.

Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los brazos al cuello y me besó.

Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos.; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca. Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.

Empezaron a llegar los invitados, yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, solo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.

Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.

Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de

Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas; pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio. Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo: -Paulina está mostrando la casa a Montero.

Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero,

Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud, partieron otros. Llegó un momento en que solo quedamos Paulina yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:

-Es muy tarde. Me voy.

Montero intervino rápidamente.

-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.

-Yo también te acompañaré -respondí.

Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio

Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino , le dije:

-Has olvidado mi regalo.

Subí al departamento y volví con la estatuita. Los encontré apoyados en el Portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero.

No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: El es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege: no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.

Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa.

Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing.

Al verla, exclamé:

-Estás cambiada.

-Sí -respondió-. ¡Cómo nos conocemosl No necesito hablar para que sepas lo que siento.

Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.

-Gracias -contesté.

Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incredulamente) si las palabras de Paulina, ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:

-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados.

Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó:

-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.

Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:

-Me voy.. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.

-¿Quién? -pregunté.

En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas.

Paulina contestó con naturalidad:

-Julio Montero.

La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto tomo esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:

-¿Van a casarse?

No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento.

Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad.

Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco.

Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.

Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente Y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima, y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado.

Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió. En la última tarde me visitó Paulina.

Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento, Paulina exclamó:

-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie.

Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:

-Es claro lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio.

Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó.

Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.

-Buscaré un taxímetro -dije.

Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:

-Adiós, querido.

Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos. Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero.

Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecíá blanquecina y deforme.

Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua que habitan el fondo del mar.

Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho.

Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi olvidarla.

La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires.

A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con su estruendosa cordialidad y me informó que desde hacía mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de esas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan, Me preguntó, como siempre:

-Tostado o blanco?

Le contesté, como siempre:

-Blanco.

Volví a casa. Era un día claro como un cristal y muy frío.

Mientras preparaba el café pensé en Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro.

Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido.

Su llegada ocurrió así: tres golpes sonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí distraídamente.

Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, -sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente como una pánica expansión de nuestro amor.

La emoción no me impidió, sin, embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad.

Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado.

Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa.

Paulina dijo:

-Me voy. Julio me espera.

Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido.

Tras un momento de vacilación, la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón." La calle estaba seca.

Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan.

No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos. Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara... De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.)

Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia.

Luego pensé que era mejor acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz;

No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación. Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde.

Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.

¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?

Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré, evocarla. Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía.

Muchas imágenes, animadas de inevitable energía pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto. Hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde.

La visión, cuando se produjo, no me extrañó; solo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la, había regalado a Paulina hacía dos años.

Me dije que se trataría de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto," pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina".

Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías).

Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo.

Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando.

No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad, las escenas de la tarde.

Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia.

Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio.

Ignoraba donde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina.

No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo.

Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa. Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar. Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo.

Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.

-¿Dónde vive Montero? -le pregunté.

Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.

-Montero está preso -contestó.

No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:

-¿Cómo? ¿Lo ignoras?

Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento, caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares.

Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir; la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil, de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.

En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:

-Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje?

Morgan se acordaba. Continué:

-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero?

-Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo.

Volví a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:

-¿Sabe que murió la señorita Paulina?

-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.

El hombre me miró inquisitivamente.

-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-.

¿Quiere que lo acompañe?

Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.

Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido una equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerto para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.

Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.

Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Estos, por su parte, la confirman.

Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada.

Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.

La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que solo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca.

Otro indicio es la estatuita, Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche. No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó, con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablando como él.

Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que solo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

sábado, 22 de septiembre de 2007

El camino desandado


Arturo Uslar Pietri
(Venezuela)

Me habían aconsejado no ir solo y de tarde por esos campos. Partidas de soldados del Gobierno recorrían los caminos, entraban en los caseríos y en las casas aisladas, en busca del Comandante. En una de sus frecuentes invasiones el Comandante había llegado por allí. Había tomado el pueblo cabecera del Distrito, había enviado un insolente telegrama al caudillo. "Si no tiene miedo venga a buscarme." Había cogido unos fusiles viejos en la Jefatura, le había repartido a la gente del pueblo carne y papelón, y había desaparecido. ¿Quién sabe por dónde andaría con su partida?

Pero yo era joven y me atraía el posible riesgo y el gusto de la aventura.

Iba por el lado del Algarrobo. Faldas de monte, cubiertas de bosque y arboledas de café, vallecitos de pasto con algún ganado y quebradas de mucha piedra y agua espumosa. Los árboles muy tupidos y mucha hoja seca en las veredas que dan vueltas sin dejar ver a lo lejos. Además estaba oscureciendo a toda prisa.

A poco de tomar el camino topé con la primera partida de soldados. No eran más de ocho o diez y los mandaba un hombre mal encarado, con un gran sombrero de fieltro pardo metido hasta los ojos.

Después de registrarme me preguntaron con tono mandón y humillante muchas cosas.

-¿Para dónde va? ¿Qué lleva? ¿Por qué viaja a esta hora? ¿Conoce al Comandante? ¿No? ¿No lo ha visto? ¿Nunca?

No lo había visto. Había oído hablar mucho de él pero no lo había visto. Sabía, como lo sabíamos todos, que era un antiguo telegrafista. Que se había alzado y había recorrido

una gran parte de territorio sin que las tropas del Gobierno lo hubieran podido coger. Que había tomado pueblos por sorpresa y había ganado muchas escaramuzas contra fuerzas aisladas. Que cuando se veía muy apretado pasaba la frontera y desaparecía por un tiempo.

Pero ahora había vuelto. Decían que era bajito, flaco, con una barbita larga y delgada de chino, los ojos grandes y muy abiertos y una fusta de mango de plata con la que siempre se golpeaba las polainas negras.

La gente lo ayudaba. Le facilitaban alimentos y noticias de las tropas. Y nunca daban información segura sobre su paradero. A muchos torturaron para que dijeran dónde lo habían visto y nunca lo revelaron. Siempre daban un dato falso o incompleto, cuando no podían hacer otra cosa. Y las campesinas rezaban por él.

Hubiera sido mejor para mí haber salido con la mañana. La verdad era que no había ninguna razón para salir a aquella hora. Pero me empeñé.

Después que me dejaron los soldados y que se borraron sus faroles y sus voces en un recodo, todo pareció ponerse más oscuro y más extraño. Sonaban grillos y bichos en la oscuridad del monte y era difícil seguir la vereda que se borraba y a veces se bifurcaba entre los matorrales.

Un poco más adelante fue que sentí como una voz, como un quejido, como una llamada muy débil. Me paré a oír. Venía de fuera del camino, de entre unos mogotes.

Por esas cosas que le quedan a uno de muchacho, se me ocurrió que podía ser un aparecido. Me dio miedo. Uno de esos aparecidos que salen en lo espeso de la noche, cerca del lugar donde los mataron. Hasta que ponen una cruz y todo el que pasa tira una piedra para hacer un montón.

Era un hombre que se quejaba. Me fui acercando con cuidado. Hasta que de pronto me hallé sobre él. Estaba tendido en el suelo, de costado y encogido. Hizo mucho esfuerzo para tratar de volver la cabeza y verme. Hablaba entre dientes y se le apagaba la voz.

- Estoy herido. Ayúdeme.

Poco a poco, habituándome a la sombra, comencé a reconocerlo. La flaca cara barbuda. La gruesa nariz. Un brazo flaco y ganchudo tendido sobre el suelo. Una vieja busaca abierta con todo el contenido regado por el suelo. Un viejo sombrero deforme y volcado.

Era José Gabino. Me puse en cuclillas para oírlo y reconocerlo mejor. No lo veía desde hacía muchos años. Desde que yo era niño y junto con mis compañeros lo seguíamos por las calles del pueblo gritándole: "José Gabino, ladrón de camino".

Lo habían herido los soldados. Había sido por la tarde, me dijo. Lo amenazaron, lo torturaron y por último lo hirieron. Tenía manchada de sangre la vieja chaqueta. Manchas oscuras como de alquitrán seco.

- Por el Comandante, me dijo. Querían que les dijera dónde estaba el Comandante. Como si yo fuera capaz de eso. Yo sí sabía dónde estaba pero no se los dije.

Me sonreí.

-Yo sé dónde está esta noche. Pero yo no lo traiciono.

Después me dijo:

-No me deje morir así. Sáqueme de aquí.

Hacía tiempo que no sabía de él y había llegado a creer que había muerto hacía muchos años. Debía ser muy viejo, o debió haber sido siempre viejo, como el viejo sombrero, como los viejos trajes que usaba siempre.

De primer momento no supe qué hacer. No tenía manera de auxiliarlo allí. Lo acomodé en el suelo lo mejor que pude. Le puse el sombrero de almohada. Le di agua de una cantimplora que llevaba y se la dejé. Y le dije que iría rápidamente al pueblo más cercano a buscar ayuda.

Me puse a andar lo más rápido que podía en lo oscuro de la trocha. No lograba saber uno lo que era verdad y lo que era mentira con José Gabino. Lo del Comandante podía ser cuento, como eran cuento sus andanzas de guerrillero, de saltimbanqui o de gallero. Aquellos ojos pequeños de roedor que tenía, no sabía uno nunca si estaban viendo la realidad u otra cosa.

Caminando llegué junto a una choza cerrada y oscura.

Un perro rezongó adentro, toqué y a poco salió un hombre medio dormido. Traté de explicarle pero le costaba trabajo entenderme o no quería entenderme.

-¿José Gabino? Ah, José Gabino.

-¿Herido? Se habrá caído borracho.

Le dije que sería bueno que se fuera hasta encontrarlo, para hacerle compañía mientras yo regresaba del pueblo con más auxilio. Me dijo que bueno, que más tarde. Comprendí que no iba a ir.

Seguí la marcha. Se iba a morir el pobre hombre solo y tirado en el monte. Tal vez era mentira lo del Comandante. Tal vez era mentira lo de los soldados, pero no era mentira que estaba muriéndose abandonado en aquella soledad. Como un perro.

No iba el Comandante a confiarse en un hombre como José Gabino. Ni José Gabino iba a tener el valor para soportar el tormento y los maltratos de los soldados. Era embustero y ladrón. Robaba gallinas y se metía en los ranchos solitarios a llevarse cosas. O se sentaba a la puerta de una pulpería a contar cuentos a los peones para que le regalaran aguardiente.

Yo le había oído el cuento de cuando era saltimbanqui, o el de sus hazañas de gallero, o aquel otro que parecía complacerlo más que todos, de cuando le ganó a los dados el caballo, las armas y hasta la querida al famoso Mano de Plomo, que fue dueño de tierras y jefe de hombres por aquellos contornos.

Todo me parecía más solo y lejano en aquella noche. Sin duda se estaba muriendo José Gabino y yo iba caminando con su muerte y con su miedo y con el temor de las patrullas militares y con la figura del Comandante que debía estar escondido en algún rincón de aquellos montes.

Yo sabía que todo lo que decía José Gabino podía ser mentira. Pero también José Gabino tenía que morirse un día de verdad verdad. Como se estaba muriendo ahora o como ya se habría muerto antes de que le llegara ningún socorro.

Toqué en el rancho de María Chucena. Tenía miedo no quería abrir. "Es muy tarde. ¿Qué quiere?"

Era José Gabino que se estaba muriendo en una vuelta del camino, cerca. Asomó la cabeza desconfiada. Rezongó cosas en torno al nombre del vagabundo. "Con su narizota colorada y su tufo de borracho." "Las tropas andan por ahí, ¿usted sabe?" "Después de todo es un cristiano." Se persignó María Chucena al asomar la puerta con su pañolón oscuro sobre la cabeza y los hombros. "Ya voy a ir. ¿Qué le pasó?"

Vi salir a María Chucena y seguí el camino hacia el poblado. Me volví para gritarle: "Si encuentra gente amiga llévesela para que la ayuden a cargarlo". Algo contestó que no pude oírle.

No había barruntos de aclarar. A la entrada del pueblo, en medio de lo oscuro, estaba encendida una pulpería y se oían voces altas. Me fui acercando con cautela. Eran soldados con sus fusiles en la mano y sus capoteras terciadas.

Empecé a oírlos antes de que me vieran. Hablaban del Comandante. "A ése le echaremos mano esta noche. Lo tenemos rodeado, ¿Alguno de ustedes lo ha visto?" Todos callaban.

"Si alguno lo ha visto, dijo uno que parecía el cabo, es mejor que hable claro. Lo peor que puede pasar es que quieran engañarnos."

"A José Gabino se lo dijimos." Paré la oreja al oír el nombre. "Ese viejo loco" . Hablaban confundidamente y se reían; "Quería engañarnos. Andaba diciendo que sabía dónde estaba el Comandante. Lo agarramos. Se puso pálido, ¿Dónde está? Lo amarramos. Era puro hueso". "Nos quería engañar. Nos tuvo dando vueltas hasta que nos cansamos." "El sargento le dio el primer planazo. Se cimbró como burro viejo.

José Gabíno no me dijo mentira. Habían maltratado y herido al pobre hombre. A lo mejor por culpa de otra de sus mentiras. Habría visto al Comandante de lejos. O no lo habría visto. O habría dicho por allí, como decía tantas cosas. " Yo sé dónde está el Comandante. Hace un ratico estaba con él en su escondite. A ése no le van a poder encontrar."

- Yo lo conocía , decía el cabo. Yo sabía que decía mucha mentira. Pero uno nunca sabe. Él andaba por muchas partes y podía haberse tropezado con el hombre. Uno nunca sabe.

No nombraba al Comandante.

- ¿Usted lo ha visto, cabo?

- ¿Yo? No. Nunca lo he visto pero sé como es y si me lo tropiezo no me va a engañar. No se para en ningún lugar. Anda de un lado para otro. Viaja de noche, duerme de día. Anda como los venados olfateando y con la oreja parada para huir. Por eso es difícil agarrarlo. Pero quién quita. Va con poca gente y debe andar por aquí cerca. A lo mejor nos está viendo desde algún escondite.

Todos vimos hacia los árboles y el campo. Comenzaba a clarear la madrugada.

- José Gabíno pudo haberlo encontrado.

- ¿Quién lo mandó a decir que sabía dónde estaba?

- Nos hizo andar y andar, dando vueltas, hasta que nos dimos cuenta de que nos estaba engañando.

- O de que no sabía nada.

Fui yo el que lo dijo y todos callaron.

- Ya no lo volverá a hacer.

Salieron los soldados.

- Nos vamos.

Los vimos marcharse y todos quedamos un buen rato sin hablar.

Después les dije que había encontrado al pobre hombre moribundo. Todos empezaron a recordar cuándo lo habían visto por última vez. Uno el día antes, por la tarde. Otro la última semana. Otro hacía mucho tiempo. Comenzaron a contar, con risas, los engaños y las desventuras de José Gabino.

- Hay que ir a recoger a ese hombre. O a enterrarlo si se ha muerto.

No hubo quien quisiera salir. Estaban sirviendo café. Como en los velorios.

No dije más y me volví solo. Ya no había esperanza de ir más lejos para buscar ayuda.

Ya no había para qué ir más adelante. Había empezado a regresar y el camino parecía distinto, más largo y casi desconocido. Acaso en la oscuridad de la noche no pude advertir todo lo que ahora podía ver como si lo contemplara por primera vez. No parecía ahora tan estrecho como cuando lo apretaba la sombra. Me había parecido un angosto túnel de oscuridad dentro de la oscuridad. Estaban muy cerca unos de otros los troncos del bosque. El verde de las elevadas copas de los árboles se movía en el viento lento y entraba en el azul. Ahora parecía un camino familiar. Era el camino de José Gabino. "José Gabino, ladrón de camino." Se estaba muriendo José Gabino o se había muerto ya. Él sí debía conocer todas aquellas veredas, las subidas, las bajadas, los desvíos, los nombres de las corrientes de agua. Las que tenían agua y las que quedaban secas una parte del año. Era su camino de ir y de regresar. De pueblo a pueblo, de pulpería a pulpería, de casa a casa. Debía conocer los nombres de todos los recodos y de todos los rumbos. El camino que lleva a la casa de pedir y el camino que sale de la casa de huir. Todo lo que hubiera podido decirme cuando ya no me podía hablar tenía que ver con ese camino. Era el de sus andanzas, el de sus hambres y el de sus embustes.

Sí estaba vivo todavía debía estar tratando de ver y reconocer las caras de los que habían estado llegando.

- Eres tú, María Chucena.

Si pudiera le hubiera contado todo lo que hizo para ayudar y servir al Comandante. Cómo le llevó de diestro el caballo por donde no había ruta para sacarlo a lugar seguro.

- Cuando ganemos te vas a acomodar, José Gabino.

Ya no volvería a merodear las gallinas de María Chucena. Ni tendría que robar gallos de pelea. Estaba tumbado como un gallo mal herido.

- Me mataron los hombres de la comisión, por el Comandante.

Empecé a caminar más de prisa. Como si estuviera oyendo que me llamaran y me esperaran.

- ¡Ya voy, ya llego!

Era más largo el camino de lo que me había parecido. Ya se habría muerto José Gabino. O se lo habrían llevado. Se habría ido como uno de aquellos pájaros sin color que levantaban el vuelo al sentirme venir.

Aceleré el paso. Debía ir casi corriendo.

Tuve que detenerme. Por un cruce de vereda desembocaba un grupo de hombres armados. Tres o cuatro iban a caballo, el resto a pie. Con cobijas oscuras y fusiles terciados a la cazadora. Con grandes sombreros que les tapaban la cara. El que iba adelante paró su caballo frente a mí. Era pequeño, delgado y con una barba larga. Se me quedó viendo con fijeza.

- Para su bien, amigo, no le diga a nadie lo que ha visto.

Picó espuelas y comenzaron a alejarse. Fue entonces cuando me di repentinamente cuenta. Era el Comandante. Lo había tenido frente a mí y no lo había conocido. No pude decirle nada. Tantas cosas que hubiera podido hablarle.

Ya empezaban a perderse entre los árboles. Grité entonces.

- Mataron a José Gabino. Los soldados.

- ¿A quién?

- A José Gabino.

- ¿A quién?

Ya no se veían, ni podrían alcanzarlos mis voces. Acabaron de perderse.

Empecé a caminar lentamente y poco después ya no sabía para dónde quería ir.